Motozintla (Chiapas) – María Santos Castro, migrante salvadoreña, lleva casi toda la vida en Chiapas, sur de México. Hoy limpia zapatos en las calles de Motozintla, una población de casi 30,000 habitantes próxima a la frontera de Guatemala y zona de tránsito o destino de cientos de personas migrantes. María deja el betún y los zapatos de lado para contarnos quién es, qué da sentido a su vida y qué encontró tras dejar atrás su país, El Salvador.

“Yo vine de 12 años y aquí conocí a mucha gente, y muy importantes, gente que me han brindado sus amistades, su mano, más que nada, me han brindado trabajo con mucho respeto”, explica esa mujer de edad indescifrable, quizás cincuenta y tantos años.

Su historia es única, pero se asemeja a las de otras mujeres migrantes que trabajan en hogares de familias mexicanas, en el campo, autoempleadas, en mercados o en bares del sur de México. Muchas de ellas hablan de que en ocasiones enfrentan engaños que las pueden poner en situaciones de trata, u otros riesgos por estar en la informalidad, muchas sin sus documentos en regla.

De origen humilde, laboriosa, María se considera una persona integrada en Motozintla orgullosa de haber hecho esto o aquello, pero siempre “con mi cara levantada”: “He tenido patrones hasta por once años, he trabajado con ellos cuidando bebés, dondequiera. La verdad, me he sentido feliz y he sentido mucho respeto”, afirma.

María reflexiona y confiesa que no todo han sido parabienes en México, y que en ocasiones sintió que era discriminada, y esas situaciones las superó con un consejo que le dio su madre: “Poner aceite y que se resbale”.

Esas personas “al principio lo ven a uno como si estuviera uno ‘hecho popó’, (pensando) ‘esta señora me va a robar’, pero es muy importante que la gente lo conozca a uno, que tengan buenas referencias”, agrega María.

Lo importante para ella ha sido irse ganando la confianza y el respeto de aquellas personas que la rodeaban o que le tendían una mano, y guarda recuerdos maravillosos de muchos de ellos, en especial de los que fueron bebés en sus brazos y hoy están ya grandes.

“A mí los niños (que he cuidado) me dicen ‘mamá’. Tengo uno que tiene 22 años y dondequiera me dice ‘Mamita, ¿cómo estás, mamá? Y con todo respeto el muchacho se dirige a mí como ‘mamá’. Y yo me siento muy orgullosa de que los niños me digan ‘mamá’ porque yo los he llegado a querer como a mis hijos”, afirma.

En la vida de María hay mucha sencillez. Hoy limpia zapatos en el centro de Motozintla, a unos metros de la presidencia municipal, saluda acá y allá, atiende a los clientes cuidando cada detalle, y habla con orgullo de su hija, y de lo que es importante para ella: el trato amable, respetuoso, el cariño.

“Aquí yo ya tengo una hija que tiene 28 años, es enfermera, estudió inglés y tiene dos carreras. No tiene padre, pero tiene una madre eficiente: tengo casa, no una gran casa, una casa muy pobre, tengo un terreno, pero hasta ahorita, gracias a Dios, he podido salir adelante con mi trabajo”, concluye.

 

Texto: Alberto Cabezas

Fotografías: Alejandro Cartagena

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