Matamoros (Tamaulipas) – Abandonar su país en 2018 y viajar a México y esperar más de un año y medio en un campamento “inhumano” en Matamoros, así lo describe, fue lo que tuvo que hacer María antes de poder cruzar la frontera y continuar con su procedimiento de asilo en Estados Unidos.

Más de veinte años como funcionaria pública de su país se vinieron al traste el día en que se unió a protestas callejeras contra el Gobierno de su país y comenzó el hostigamiento y la represión directa, cuenta esta mujer, cuyo nombre real y nacionalidad se omiten para protegerla pues tiene un caso activo en el Programa de Protocolos de Atención al Migrante (MPP).  

Tiene ya unos días en Estados Unidos, donde viven su padre, ya con la ciudadanía, hermanas “y algunos primos”. Va a poder encontrarse con ellos pronto porque María, que viaja con su hija y con sus dos nietas, ha cruzado a Brownsville y seguirá su petición de asilo en territorio estadounidense.

La mujer explica las penalidades que han pasado en un campamento que fue su hogar desde agosto de 2019 a marzo de 2021, pero está agradecida con México y con Estados Unidos: con las autoridades mexicanas, “porque en su momento nos dieron la oportunidad de estar en este lugar. Si ellos no hubieran querido, nos hubieran sacado”; con el nuevo presidente Joe Biden, también, porque nos está apoyando, pero sobre todo a su esposa Jill Biden, quien en diciembre de 2019 visitó el campamento de Matamoros.  

“Yo me arrimé a ella aquí, en el río, y comencé a platicarle sobre las situaciones que estábamos viviendo acá (...). Cara a cara estuve con ella”, recuerda María.

Los meses que pasó en el campamento de Matamoros a orillas del Río Bravo esta mujer migrante profesionista la han marcado hasta tal punto que se marcha “con el corazón al mismo tiempo partido pero alegre”.

Refiere que las personas con quienes coincidió muchos meses en el campamento eran “gente honesta, trabajadora, luchadora”, que ella no se atreve a juzgar y que pide a otros que no lo hagan porque cada uno de ellos “viene por diferentes problemas de sus países, unos económicos, otros políticos, otros sociopolíticos…, miles razones por las que salieron”.

En los meses que pasó en Matamoros fue voluntaria de algunas organizaciones internacionales, y ayudó a levantar una modesta escuela por la que pasaron 80 niños.

Allí los chamacos aprendieron “a leer, a escribir, a hacer matemáticas”, “salieron hablando inglés, por lo menos para identificarse”, y María vivió los momentos de mayor satisfacción viéndolos “riéndose, sonriendo, estudiando”.

“Sé que hicimos un buen trabajo, con los niños, dándoles una mejor visión porque ellos van para un país muy diferente del suyo y ya van con otra expectativa”, explica, en paz “porque pude ayudar a mi comunidad (…) dando lo mejor de mí, de mi educación”.

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Texto y foto: Alberto Cabezas